Imagen referencial de predio rural en Florida. La reciente compra estatal del campo María Dolores generó controversia por su costo, apuro y condiciones.
La compra del campo María Dolores por parte del Instituto de Colonización abre un debate profundo sobre uso de fondos públicos, conflicto de intereses y priorización política sobre la planificación técnica.
La reciente compra del campo conocido como "Estancia María Dolores", ubicado en el departamento de Florida, por parte del Instituto Nacional de Colonización (INC), ha generado una fuerte discusión pública. En medio de elogios desde sectores oficialistas y críticas encendidas desde la oposición, lo cierto es que el caso pone sobre la mesa un debate legítimo y necesario sobre cómo el Estado debe intervenir en el acceso a la tierra, qué criterios utiliza y qué nivel de transparencia se garantiza en operaciones que implican decenas de millones de dólares del erario público.
El terreno en cuestión —más de 4.400 hectáreas adquiridas por US$ 32,5 millones— fue comprado en el marco del artículo 35 de la Ley de Colonización, que establece la posibilidad de que el INC ejerza su preferencia en negocios entre privados si se cumplen ciertos requisitos. Hasta aquí, nada nuevo ni ilegal. El procedimiento fue legal, aprobado por mayoría en el Directorio del Instituto y defendido con entusiasmo por las autoridades actuales. Pero la legalidad no es el único criterio que debe exigirse a un organismo estatal. Hay otros factores que pesan, y mucho: oportunidad, eficiencia, racionalidad económica, transparencia y legitimidad ética.
En el plano de los aspectos positivos, es justo señalar que esta compra forma parte de un compromiso público del nuevo gobierno para reactivar la política de colonización, prácticamente congelada durante los últimos cinco años. Es innegable que muchos pequeños productores rurales siguen teniendo enormes dificultades para acceder a tierra, y que el INC es —o debería ser— una herramienta clave para corregir esas inequidades estructurales. Además, la zona adquirida se encuentra en una región estratégica de la cuenca lechera, con buen acceso y cercanía a centros logísticos. Según estimaciones oficiales, el predio podría albergar entre 16 y 25 unidades productivas familiares orientadas a la lechería. De concretarse, esto significaría una inyección de dinamismo para la economía rural local, generación de empleo y arraigo.
Asimismo, es saludable que el Estado uruguayo mantenga su capacidad de competir frente a grandes capitales privados en el mercado de tierras, sobre todo si el objetivo es garantizar el uso social de ese recurso escaso. La tierra es un bien estratégico, y evitar su concentración excesiva es una misión histórica del INC desde su fundación. En ese sentido, que el instituto haya decidido ejercer su derecho preferente y comprar una fracción de buena calidad agrícola en Florida, antes de que pasara a manos de un privado con fines estrictamente comerciales, puede interpretarse como una acción acorde al espíritu de su mandato.
Pero los aspectos negativos no son menores, y algunos resultan difíciles de justificar. El primero de ellos es el precio pagado: US$ 7.300 por hectárea, una cifra elevada incluso para tierras de buena calidad. A ello se suma que parte del predio se encuentra sobre zonas bajas e inundables, lo que puede limitar su rendimiento real en períodos del año. Más grave aún es que parte del valor fue justificado originalmente en la existencia de un sistema de riego avanzado, que luego se aclaró por escrito que no estaba incluido en la venta. Esa diferencia no es menor: representa millones de dólares que el Estado creyó estar adquiriendo y no compró.
Técnicos del propio INC indicaron que el precio era un 2,5% superior al valor estimado por los servicios internos. Aunque la normativa habilita pagar hasta un 5% más, eso no significa que siempre convenga hacerlo. ¿Cuántas hectáreas más se podrían haber adquirido con esos fondos en otras zonas más necesitadas de presencia estatal? ¿Se priorizó una oportunidad o se actuó con visión estratégica? Esas preguntas siguen sin respuesta clara.
Por otro lado, el contexto en que se hizo el anuncio —durante los actos fúnebres del expresidente José Mujica— dejó una sensación amarga de oportunismo político. Ponerle al acto de compra un carácter simbólico, como un "homenaje" al exmandatario, transformó una decisión técnica en una jugada partidaria. Eso, lejos de sumar, restó credibilidad. Y expuso algo más delicado: que esta operación se ejecutó con apuro, sin discusión previa con los productores de la zona ni con actores sociales clave. Que se cumplan los plazos legales no alcanza cuando lo que está en juego es la confianza pública.
Un aspecto especialmente preocupante es el conflicto de interés en la figura del actual presidente del INC. Más allá de simpatías políticas, lo cierto es que se trata de una persona que es colono activo del mismo organismo que ahora preside. Es decir, es beneficiario directo de una institución que también dirige. Esa situación viola el espíritu —y posiblemente la letra— del artículo 200 de la Constitución, que prohíbe que los directores de entes autónomos ejerzan actividades relacionadas con su cargo. Aunque desde el oficialismo se intente relativizar este punto, juristas constitucionalistas han sido tajantes: hay incompatibilidad, y mantenerla habilita la nulidad de todos los actos firmados en ese contexto. El remedio propuesto —un traspaso simbólico de la titularidad a un familiar o tercero— no resuelve el fondo del problema, y deja dudas sobre el compromiso ético de quienes deben dar ejemplo.
La compra de tierras por parte del Estado siempre genera debate, y está bien que así sea. Lo que no puede permitirse es que ese debate se cierre con relatos edulcorados o defensas ideológicas que evitan rendir cuentas. Si la operación es tan buena como aseguran, entonces debe resistir una auditoría seria, abrirse a la opinión técnica externa y publicarse en detalle el cronograma del proyecto, los criterios de selección de colonos, la inversión adicional necesaria y los indicadores de seguimiento. Nada de eso se ha hecho hasta ahora. Y mientras tanto, las dudas crecen.
El Instituto de Colonización es una herramienta valiosa y necesaria. Pero para que cumpla su rol debe actuar con total transparencia, respetar la Constitución y rendir cuentas cada vez que administra fondos públicos. En este caso, la legalidad no borra las sombras. Las buenas intenciones no tapan los errores. Y la urgencia política no debe reemplazar a la planificación.
El gobierno tiene la oportunidad de rectificar, aclarar y fortalecer el proceso. Pero si persiste en el camino de negar lo evidente y blindar decisiones cuestionadas bajo una épica partidaria, lo único que logrará es debilitar la confianza ciudadana en las instituciones. Y eso no lo resuelve ningún campo, por más lechero que sea.